© Ariel Giacardi

Título

No dejes que amanezca


Autor:
Ariel Giacardi

Sello Editorial:
Gaceta Literaria Virtual

A manera de prólogo

El escritor, crítico y filólogo catalán Josep Carol ha definido a la poesía que hoy nos convoca como un dechado de aciertos, destacando que cada uno de sus poemas desborda de caudal lírico.
Ante estas opiniones vertidas en Barcelona (España) en el año 1993 por el Presidente del Jurado e impulsor del Certamen de Poesía Villa de Martorell, que hubo premiado, con anterioridad, a nombres tan importantes dentro de la literatura española, como José Cruset y Leopoldo de Luis, parece casi una osadía expresar algo más.
Pero cuando por circunstancias relacionadas con la contemporaneidad de los seres, hemos sido testigos de cada uno de los galardones que Ariel Giacardi viene sumando a las letras santafesinas, en actitud obstinada y silenciosa, no podemos evitar sentir que la naturaleza poética excede, largamente, las estructuras que los hombres han erizado para contenerla.
Digo, entonces, que en la poesía de nuestro joven amigo sucede algo trascendental, algo que va mucho más allá del ritmo perfecto de sus endecasílabos, el manejo de un lenguaje sin deformaciones, los felices hallazgos de imágenes precisas y el ajuste, casi ritual, de sus palabras. En ella habita una vibración mágica que se libera de las disposiciones convencionales para nutrirnos con su substancia transparente, para permitirnos saciar, en su frescura, nuestra humana sed de música y belleza.
Este poemario exhibe una uniformidad temática donde el amor asume la fuerza primordial del remolino gestado en los más íntimos desfiladeros del alma, para girar alrededor de una presencia femenina que ejerce la inocencia, el misterio, la pena, el descubrimiento, la sumisión o el milagro.
Desde alturas lingüísticas poco comunes, la personal llovizna de su canto perfila magníficas construcciones visuales donde congrega toda la intensidad de un estilo vanguardista dentro de cánones tradicionales.
En literatura, como en cualquier rama del arte, lo importante reside en la autenticidad del impulso que genera la creación. Así se suma todo lenguaje poético acertado a los que se han forjado, se forjan y se forjarán hasta el fin de los tiempos.
Hoy me ha correspondido el honor de presentar a ustedes este libro que, no cabe duda, ocupará un lugar de privilegio en sus corazones. Porque no siempre la poesía que descarga aldabones en los pórticos de nuestra sensibilidad merece, mejor que esta, que descorramos los cerrojos y conozcamos la vocación y el talento de su autor, un hombre que escribe en armonía con los latidos pendulares de su corazón para legarnos la esencia de una voz profunda y comunicadora.
El juicio más válido, sin embargo, será el del lector imparcial, inteligente, con perspectiva y tiempo futuro.
Ya sabemos que siempre sobrevive aquello que ha nacido libre y fuerte.

Norma Segades - Manias

Tu tiempo sin eclipses

Desde un agua total, roja y compacta.
Desde un útero firme de cristales.
Desde un vuelo marítimo sin tregua
todo lleno de sal, de tempestades.

Desde el extremo puro del silencio
donde encabrita un semen estallante
sus varas de latidos perentorios,
su longitud de mundo inevitable,

yo vengo, con el beso purpurado
(crecido el corazón de minerales,
ausente la memoria de otras muertes),
yo vengo por la recta de la tarde

para dejar mi huella de diluvio
sobre el país urgente de tu talle,
y para ser tu tiempo sin eclipses
y vengo para amarte, para amarte.

Sin cadenas

Yo soy el habitante de tu nombre,
el que se queda en tu perfil de viento
más allá de la tarde y sus presagios,
orillando la sed, rozando el vértigo.

Yo soy el que declina y el que surge
sobre cada horizonte de tu cuerpo,
el que viene arrastrando la fatiga
por la huella propicia del silencio,

despojado del grito imprescindible,
vacío de callar tanto destierro,
pájaro inmóvil, sin dolor de jaula
y sin espacio que poblar de vuelos.

Yo soy el que concluye y prevalece
en tu nombre de símbolo perpetuo.
Cautivo sin razón de tu contorno,
sin siquiera cadenas, prisionero.

Si fuera una mañana

Si despuntara un día soberano
sobre columnas de agua sostenido,
un día con gobierno de diluvios
y elaboradas bóvedas de oxígeno;

si amaneciera una ciudad convexa
sin dimensiones ni perfil de lirio,
ancha de luz expuesta y generándose,
alta de vuelo y voluntad de grito;

si tan sólo la lluvia no cayera
pronunciando su verbo combativo
esta mañana demasiado tarde
para tu tiempo condenado al mío,

iríamos por calles transitorias
salpicando con flores y sonido
ese desorden primordial del beso,
esa razón de vértigo y alivio.

Los látigos sin tiempo

Como todos los días, tus mejillas
son todo el territorio que requiero;
despuntas a mi izquierda, me sonríes...
(hay dos labios de sol en nuestro lecho).

Como todos los días, te propongo
mis rituales de yerba y de silencio
(tú sabes que me cuestan las palabras
si tengo el corazón recién abierto);

dejo, tal vez un poco distraído,
el rastro de mi amor en tus cabellos,
mientras enhebro escalas en el aire
por trepar la estatura de tus sueños.

Y estás en mi camisa, como siempre,
hecha liturgia de almidón y espliego
cada vez que el reloj se multiplica
en evidentes látigos sin tiempo.

Como todos los días, en tu nombre,
voy por las calles soterrando asedios,
derribando veletas decididas
con los puños flamígeros del beso;

y ejecuto agonías apaisadas
y muero por escrito en el anverso
y alucino vorágines de tiza
y mastico las vértebras del tedio,

y suele suceder que me haces falta
cuando la sombra va fundando ejércitos
de obcecados perfiles sin alivio
por las marismas rojas del deseo.

Como todos los días, tú me esperas
con la ternura a punto sobre el pecho
mientras yo voy, amándote sin pausa,
por las esquinas tibias del regreso.

Por sucederse

Te amé en el sitio donde grita el agua
sobre peces oscuros y asustados,
donde vuelcan los ceibos sus heridas,
lunitas rojas de alumbrar el barro.

Llamaradas de viento, casi tarde,
una lengua de luz era el verano;
un nudo de corolas en tu vientre,
dos abismos de polen en mis brazos.

Se detuvieron a fundar la sombra,
bajo tu piel, racimos del ocaso
y yo te amé, sin prisa y en silencio.
Y yo te amé. Se desgajaba marzo,

se adelgazaban números en fila
por sucederse sobre el calendario;
no hubo más que perfiles en la hierba,
no hubo más que mis ojos y tu llanto.

El hacedor de recuerdos

Un albañil secreto viene alzando
con ladrillos de luna, cierto tiempo
en que tenías voluntad de rosa
y el gesto de la luz era tu gesto.

Un hombrecito clandestino y solo
fabrica andamios por llegar al cielo
y no hace ruido. Tiene pies de nube.
Su corazón no late. Es de cemento.

Edificando va las dimensiones
de lo que fue tu piel, de lo que fueron
tus ojos donde ayer se amotinaban
las diagonales ávidas del fuego

y tus mejillas y tu voz reciente
y tu dolor, en fin, sin elemento,
va restaurando con ocultas manos
la forma que no sé de tu recuerdo.

Tu piel invicta

Eras entonces como un tallo breve
decidiendo su gesto de mudanzas.
Un descenso pluvial de crisantemos
te solía nublar. Y yo te amaba.

Eras la pura vertical naciente
de una etapa frutal y meridiana,
todo el beso reunido en la estatura
de tu materia urgente y sin amarras.

Eras mucho más pájaro que mía,
mucho más corazón que necesaria;
eras cada minuto de mi ausencia,
cada reloj manido a la distancia.

Eras la tarde que ensayaba antorchas
para incendiar el cielo de mi espalda
y las corolas de tu piel invicta
solían suceder. Y yo te amaba.

Sin decir cuántas estrellas

En los cuencos azules de la sombra
bebía latitudes el verano.
Una luna acechante practicaba
sus estigmas de plata en los geranios;

y allí, donde fundaba transparencias
un ojo de neón, por hacer algo,
allí estaba, cumpliendo su vigilia,
hollando los perfiles del cansancio.

Parecía la vida, de tan breve,
la mitad evidente de un naufragio,
tripulaba un silencio riguroso
por las calles urgentes del espanto.

Me acerqué sin decir cuántas estrellas,
demoré su tristeza entre mis manos
y nos perdimos, juntos, en el tiempo
cuando la noche se quedó sin pájaros.

En un mar de relojes

Iré de mi inquietud al desamparo
por las orillas ciegas de la escarcha,
por un borde lunar de escalofríos,
por el límite azul de las fogatas.

Iré de la zozobra a tu desvelo,
esa región de escombros y mordazas
que habitan los chacales del espanto
y un corro de pupilas amuralla.

Iré para reunir huella por huella
la longitud expuesta de tus lágrimas
y sublevar estambres inclinados
y concebir un cielo de guitarras.

A través de veletas sediciosas
y corolas de luz avasallada
llegaré a guarecer tu permanencia
bajo un techo de vísceras exhaustas.

Estaré fatigado. Por las hiedras
que embozan el silencio de las tapias
iré después para beber la noche
en copa de raíces despeinadas

y levantar un soplo soberano
en tu región de soledades rancias
y alojarme, de a poco, en la tristeza
y establecer allí mis barricadas.

Será preciso edificar tus párpados
con herramienta de iras necesarias
porque estará, partida en mil espectros,
sibilando la furia en las retamas.

Será preciso que tu sed me espere
por el cansado gris de la distancia
aun si mi torpe voluntad sin tregua
en un mar de relojes naufragara.

Ella

No sabe. Pero el germen de la duda
va por los sótanos de su conciencia
haciendo ruidos cortos y delgados
su minúscula forma de sospecha.

Un pájaro le cruza las pupilas
con ala oscura de fugaz certeza
que emigra de improviso, roto el vuelo
para morir, a una región supuesta.

No sabe, pero intuye la mentira,
presiente un día de mordazas. Ella,
tan ella como el agua no bebida,
como adioses y tumbas, tan serena.

La veo y en sus ojos inclinados
hay un signo vacío de respuestas.
La veo desde mi única estatura
de perdurar, y pienso: ¡si supiera!

Del amor sometido

Yo vi las máscaras crujir de furia
contra la inerme voluntad del beso,
vi sus ojos sin nada, vi sus muecas
rayando los perfiles del infierno.

Yo vi la bestia gris de la mentira
articulando sus rabiosos belfos
por deglutir la indefensión del grito
como recién nacido, pero muerto.

Vi tanto amor, amor, aniquilado,
rodando por las calles del estiércol
o en los agrios rincones de la ira
donde todo es oscuro y extranjero,

que ya no tengo labios para darte
ni relojes de piel, que ya no tengo
más que una dura ausencia en las entrañas
pariendo, a dentelladas, el silencio.

Por eso, amor, resguárdame en tus brazos
de este naufragio que me duele. Quiero
tu edad indestructible de rompiente,
tu cintura eucarística, tu pecho,

tus manos de perfil descabestrado,
tu nombre de silábicos incendios;
quiero secos muñones de ternura
o retazos de lágrimas sin tiempo

o una brizna de ti, si lo prefieres,
adherida al abismo de mis huesos.
Necesito abrevar en tu sustancia
de asumido relámpago al acecho

para sangrar un siglo de intemperie
sobre rastrojos de epitafios negros
hasta que duela menos la memoria
de tanto amor, amor, retrocediendo.

Del amor convexo

Esta noche impecable de diciembre
tiene olor de jazmines concluyendo.
En la humedad se hamacan las ausencias
y bosteza relojes el silencio.

A la sombra esencial acudes, hecha
lanza de luz sin longitud ni peso
para abatir a golpe de paloma
la horizontal intacta de mi sueño.

Desde ti crecen ruidos iniciales,
detonaciones blancas, gorgoteos
como de peces rotos de improviso
como de aguas insólitas cayendo.

Desde el cuenco natal de tu cintura
la dimensión de nuestro amor convexo
me llama a la vigilia, resonando
bajo tu piel su dulce cautiverio.

Cuerpo a cuerpo

¿Qué suele suceder en tu silencio
que de pronto me duelen tus miradas
y se abisman lunarios encendidos
en la mitad de tus pupilas náufragas?

Ven, cuéntame el destierro que te nombra
desde un eclipse negro de gargantas,
dime el imperio duro de cerrojos
que ciñe la cintura de tus lágrimas.

Te propongo rasgar las cicatrices
y edificar un tiempo sin murallas
y parir la tristeza cuerpo a cuerpo
hasta sentir que hierven las entrañas;

y que vayamos, luego, de la mano
por la huella solar de las acacias
socavando con dientes de diluvio
los farallones secos de las máscaras.

El rumbo del ocaso

Es ley amarte esta mañana enorme
salpicada de tilos y geranios,
con aguas militares en la frente
y vellones de luz en el costado,

criatura formidable que despunta,
torso de plata, piernas de cobalto,
violenta de gorriones laboriosos
cayendo al sesgo por sus ojos glaucos;

soñarte con legítimo desvelo,
saquear el pecho, rebelar las manos,
destronar la quietud a pulso de hombre
y beber el silencio hasta agotarlo,

que transita la luz con pies de aceite,
próspera y tibia, el rumbo del ocaso,
que para amarte todo tiempo es poco
y para tu distancia, demasiado.

La furia sin vocablo

Hay que reunir de a poco los fragmentos
sin que apenas se note, con cuidado,
digamos, con sigilo, con paciencia,
con empeño de víscera en las manos.

Hay que rasgar los pétalos del miedo
con cuchillos pluviales de amaranto
y resistir la apnea del crepúsculo
y atestiguar las huellas del fracaso.

Hay que andar entre muelas de impotencia
y esqueletos de fuegos desnucados,
indagando en las ruinas aturdidas
que callan el silencio de los años.

Ya sé que no es sencillo este destierro
de solapar las márgenes del llanto,
de emboscar el lamento clandestino
cuando la sangre es como un vino amargo.

Ya sé que no es sencillo, que nos duele,
pero es imprescindible, sin embargo,
restaurar las antiguas insolencias
y sacudir los sueños oxidados,

sin que nadie sospeche el desaliento
que va royendo con sus dientes agrios
las vértebras del beso y de la risa,
que nos deja esta furia sin vocablo;

pero es imprescindible, aunque el recuerdo
triture sus cristales mercenarios,
aunque un escalofrío de raíces
nos ponga de rodillas el cansancio.

Aunque se seque el alma en el intento
sobre la arcilla cruda del espanto,
hay que beberse a solas la miseria
y hay que seguir, amor, seguir andando.

Para fundar tu sed

Vienes cubierta de ligeros soles
con pie de soplo demorado y tibio;
traes la edad del día en tu cintura
y el corazón expuesto y desceñido.

Y vienes, número temblando apenas,
cifra absoluta, término, principio.
Te inclinas, roja horizontal del aire,
me pides una flor. Y yo dormido.

Llegas, hendida de cayente espuma,
como disuelta en labios infinitos,
para fundar tu sed sobre mi espalda
y abrevar en las fuentes del alivio.

Llegas, con paso de agua derribada,
a las alturas graves de mi oído.
Me pides un eclipse que someta
la luz de tu perfil. Y yo vacío.

Mi vuelo secreto

Yo fui premonición en tu cintura
cuando ensayaba marzo la agonía
y eran ascuas de trino las caléndulas
o entrecerradas soledades tibias.

Yo fui la cepa de tu amor urgente,
de tu amor laborioso y sin orillas;
fui número en tu vientre desatado
desmadejando lunas pensativas,

cuando tus ojos eran otros ojos
y una patria de estambres tus mejillas,
cuando era algo tan simple la ternura
de ocuparte la sangre cada día.

Y fui, quizás, la proa de tu llanto
y cruz del sur en tu mitad propicia
y soflama batiendo a golpes rojos
el parche estupefacto de tus vísceras.

¿Recuerdas? Tú querías descifrarme,
desentrañar el ángel que encendía
de amapolas solares desbocadas
el sitio singular de tu vigilia.

Indagabas los cauces del silencio
con dedos de calostro. Y no sabías.
Ibas quebrando noches verticales
en mi región de tiempo sin esquinas.

Esa misión de llave me habitaba,
ya lo ves, desde entonces. Fui cronista
de cada interrogante, cada pulso,
cada gota de asombro en tus pupilas.

Fui nauta tripulando los presagios
entre mareas de rabiosa linfa.
¿Recuerdas? Tú tratabas de alojarte
en mi vuelo secreto. Y no podías.

Labios de arcilla

¡Qué pulcro tu dolor! ¡qué minucioso!
Trenzó las hebras ásperas del miedo
durante graves residencias largas
en las noches sin luna de mi cuerpo;

peinó los laberintos de la espera
con actitud de lágrima y silencio
y sin dejar, apenas, los indicios
de un gris inevitable en los espejos.

¡Y qué prolijo yo para arrancarte
de un solo golpe tu misión de trébol!
¡qué esmerada mi mano sin caricias!
¡cuánto afán de mi ausencia, cuánto empeño!

De modo que se han muerto los jazmines
de una muerte puntual, y no tenemos
sino labios de arcilla en la memoria
y un corazón edificando el éxodo.

Los años arrojados

Hoy me duele la noche más que nunca.
Hoy me crece un desorden de puñales
en la memoria. Déjame, estoy triste,
cierra la puerta, por favor, y márchate.

Una saliva áspera y caliente
me recorre las vísceras, me arde,
y a paso de cerrojo me confina
a esta cólera gris como una cárcel.

Naufragio por naufragio, se levantan,
envueltos en sus sayas miserables,
los años arrojados a la muerte
por la mano imprudente de la sangre.

Hoy me duele la noche más que nunca
(el llanto siempre es demasiado tarde),
pero déjame a solas, estoy triste.
Cierra la puerta, por favor, y márchate.

Un sueño de acuarelas

Nadie toque esta rosa que despunta
mientras se funda el aguamiel del día;
nadie ponga rumor de mariposas
libando en las corolas de la vida.

Que ni un ruido de luna concluyendo
ni de luz inicial ni de cenizas
se desprenda del vértice del alba
a desatar el trino, todavía,

que gravitando en la humedad reciente
donde la noche humilde se arrodilla,
casi espiga cubierta de diluvios,
casi promesa enamorada y tibia,

ella duerme su sueño de acuarelas
en los iris pluviales suspendida
y, con impulso de surgentes cromos,
remonta el curso gris de la fatiga.

Los enigmas del aire

A salvo de las anclas homicidas
y la avidez fundamental del tiempo,
ajena como un lirio ensimismado,
desde mi altura de mentir, te veo.

Parece que fluyeran sin tocarte
los enigmas del aire, casi dedos,
que las ásperas lenguas de la duda
no tuvieran la audacia ni el deseo;

que las cabalgaduras de la noche
con que el pánico obstina sus asedios
no fueran sino soplos laterales
que dejan al pasar huellas de ébano.

Parece que tuvieras la respuesta
a la inquietud amarga del regreso
y en la voz, el perdón que me incrimina
y en tus ojos de amar, un juramento.

La piel que llora

Desde aquí, donde estrictas acechanzas
me edifican su vértigo descalzo;
donde sólo tu voz como de musgo
se desarrolla en mis perfiles ásperos.

Desde aquí, donde labios de vinagre
desovillan profundos silenciarios
y supura su linfa de raíces
la eternidad exánime del barro,

sin las amarras de esta piel que llora,
voy describiendo tus relieves lacios,
amándote de a poco y por completo
con este amor de escombros necesarios,

y esta sangre de vuelos imprudentes
y esta insolencia de relojes ávidos,
mientras deja en mis órganos sin pausa
sus huellas enlutadas el cansancio.

Sin que la sombra

Calla. Está el ocaso y el silencio.
Se balancea el gris y se dilata.
Los mercaderes del sigilo cruzan
la desnudez propicia de las ramas.

Nada digas, que los gritos duermen
en la solemnidad de la hojarasca
y en la cúpula helada del invierno
semilunas de harina se derraman.

Quiero escuchar una vez más, la ausencia
cómo deviene sobre pies de escarcha
sin que digas adiós, sin que la sombra
se detenga también en las palabras.

Sólo deja que escancie en el vacío
su volumen de añil la madrugada;
sólo deja que caigan tus cabellos
una vez más sobre la duda. Calla.

Sobre pies de abismo

Presiento que la tarde va a partirse
como en cuatro caminos convergiendo
hacia el agua central en que, anegada,
se agita la razón de tu silencio;

que irán las golondrinas hasta el límite
del corazón que llevas prisionero
a desceñirlo con un golpe de alas
para que fluya su caudal de miedo.

Intuyo que una flor va a derrumbarse
sobre tus ojos demasiado quietos
desde un instante roto de improviso,
como una furia blanca de aguaceros;

que la noche vendrá, de gota en gota,
a oscurecer tus párpados de trébol
para llevarte, sobre pies de abismo,
hacia el dolor más íntimo del sueño.

Mi dolor a tientas

Sé que vas por la casa como un sueño
apretando nudillos de impaciencia,
que se te va el amor por los relojes
repitiendo jazmines y caléndulas.

Comprendo que te ocupe este cansancio
de apuntalar el beso, compañera,
con la verdad descalza del hastío
gravitando en tu espalda de herramienta.

Por eso, si te vas, no digas nada,
ponte el vestido que mejor te queda,
deja todas las luces encendidas
por que no vaya mi dolor a tientas.

Tú sabes, yo comprendo que la sombra
golpea, a veces, con rigor de ausencia.
Tú sabes, yo comprendo ese desvelo.
Si te vas, por favor, cierra la puerta.

Las noches de mi ausencia

Perdóname si olvido, últimamente,
proponerte el amor como al descuido
o dejar una flor sobre tu asombro
de refugios pausados y de abismos.

Perdóname si vuelvo del silencio
con el beso extenuado y no te digo
que el otoño ha pintado en la ventana
sus pequeños gorriones amarillos,

o si llevo el desorden de mis pasos
como arrastrando siempre algún exilio
y de pronto me quedo en la distancia,
al borde de tus labios infinitos.

Perdóname si dejo, algunas veces,
la piel y el corazón en cualquier sitio
o no enciendo las noches de mi ausencia.
Perdóname, querida, si me olvido.

Esa luz que fatiga

¡Qué pregunta me haces! ¡Si te amo!
Pues, claro que el café me observa lento
desde un ojo variable y distraído
como si me observara desde lejos;

la brevedad del humo que se enfría
busca el abrigo horizontal del techo,
pero hoy tus labios tienen ciertas alas
que indagan las atmósferas del beso.

¡Qué pregunta, amor mío! Se hace tarde,
la sal desciende sobre pies de trébol
y el gato aquel que trepa la mañana
y esa luz que fatiga los helechos...

Ya me voy. No te inquietes si demoro,
será que por los vértices del tiempo
algo de ti me detendrá en la duda.
Menos mal que no llueve... ¡Si te quiero!

La que esperaba

Un día derrotado en la ventana
desmorona las últimas tibiezas
según adquiere alturas de memoria
y sosegades formas de trinchera.

Tus manos urden tramas de silencio
sobre los bastidores de la ausencia,
acopiando las sombras iniciales
que verifican tu misión de huella.

Te pareces al beso cuando miras
a través de la tarde y su miseria
con tus ojos pausados, pensativos,
madurando la edad de la paciencia.

Porque hilando sus números raídos
en calendarios largos, la tristeza
ha fundado un crepúsculo en tu vientre
con las tintas lavadas de la espera.

Encendiendo las nanas

Amo el asombro de tus ojos lacios,
su ternura redonda y en silencio
donde todo es insólito y el mundo
te desgaja racimos indefensos.

Amo tus manos de caricia intacta
que denuncian corolas en mi pecho,
que caben en el hueco de mi insomnio,
que empecinan su blando juramento.

Eres esta región indestructible
por donde marcho, desflorando sellos,
trizando lunas de rabiosa escarcha,
mordiendo labios de perfiles secos,

por donde voy, seguro de tu nombre
desmadejando postigones trémulos
y encendiendo las nanas de mi sangre
sobre el estambre invicto de tu sueño.

Pies de luna

Vellón de sombra tu dolor distante,
humo crecido en tus pupilas quietas
como un eclipse que divide al tiempo,
con gesto de puñal, en dos tristezas.

Algo de tí disuelve los relojes,
el rasgo del silencio, las fronteras,
y echa a andar por andamios invisibles
sobre callados pies de luna presa.

Algo de ti sucede en el transmundo
de pausadas orillas que se quiebran,
de azorados espejos a mansalva,
de lámparas intactas, pero ciegas.

Y yo me quedo sin saber qué abismo,
qué juramento, qué razón, qué huella,
sobre la exacta mediatriz del llanto,
mordiendo las herrumbres de tu ausencia.

Apagar el tiempo

Ya se quiebra la noche en tu perfil
para emboscar el gesto de tu sueño
y se enreda la luna en las cortinas
y se enciende la sombra en el espejo.

La mentira se enfunda en sus encajes
y acecha en las esquinas del silencio
con su olor de violetas que seduce
y un reloj detenido sobre el sexo.

Van criaturas furtivas, presurosas,
a paso de sospecha, como huyendo
y los gatos con lomos estrellados
deslizan su vigilia por los techos.

Otro golpe de muerte se avecina
porque es la hora de apagar el tiempo,
pero en nuestra ventana, sin embargo,
la noche es algo así como un bostezo.

Ya no me atrevo

Sucedido que fue tanto desvelo
de llevar el amor en el costado,
sobrevino esta noche innumerable
a yemar el hastío en los geranios.

De pronto no tuvimos asideros
ni rodajas de vértigo en los labios;
se nos rompió la magia y no supimos,
no supimos, amor, cómo ni cuándo.

Sólo fue que un eclipse de mordazas
se estableció en tus ojos almenados
y esta greda cuajada de rutinas
fundó la ausencia en mi perfil amargo.

Y es que ya no me atrevo a la nostalgia
ni a la memoria aullante de tus brazos.
Y es que ya no me atrevo a la fatiga
de andar tu piel con el dolor descalzo.

Del amor menguante

Vendrá la edad de guarecer las naves
en blandos varaderos de ceniza,
la edad de acontecer sin elemento
por ajados mendrugos de caricias.

Será un tiempo de luna sin privanzas,
sin concesiones, una etapa estricta
de soliviar maltrechos calendarios
con un poco de amor a toda prisa.

Es cierto que habrá agudas soledades
socavando las tardes amarillas,
encaneciendo escasos horizontes
sobre la curva azul de tus vigilias.

Será, en verdad, un tiempo de tributos
en que iremos, a paso de vendimia,
oponiendo menguadas intemperies
a los cerrojos torpes de la vida.

De cuál naufragio

He mirado al hogar donde trajinan
cacofónicos duendes afiebrados
celebrando rituales confluencias
hacia el cenit de un cielo refractario

y he sabido de pronto que estoy solo
a la luz primigenia del estrago,
pronunciando el conjuro de tu vientre
con la garganta breve del cansancio;

y me he dicho que, al fin, sobreviviente
no puedo recordar de cuál naufragio,
habitante de yermos aluviales,
extranjero en el sitio de los pájaros,

no me queda más patria que tu nombre
ni más insignia que tu voz en alto
y he caído de pronto al intramundo
en que rige tu ausencia, sin embargo.

Las aristas de la culpa

He mentido el silencio tantas veces
y tantas veces he cruzado el alba
con un sigilo insomne de jazmines
y el pubis de noviembre en las espaldas.

He poblado tus muslos con vitrales
de huyentes mariposas oxidadas
sin que tú lo advirtieras, tan de a poco
que decirlo, jamás nos hizo falta.

He truncado tu roja arboladura
con un filo de herrumbres cotidianas,
y elaborado azogues cautelosos
y aturdido secretos en la almohada.

He triturado sombras fugitivas
en la complicidad de las escarchas,
y se han ido mis besos tantas veces
por las aristas de la culpa... ¡tantas!

Tus brazos sin mí

No quiero que una torpe desmemoria
me arrebate la ausencia que te ocupa,
que me quedan de tí sólo tus ojos
rodando en los marjales de la duda.

No quiero que el olvido se levante
desde el sur de tus órganos sin culpa
a fundar el hechizo de sus flautas
una tarde abstraída y cejijunta.

Porque tengo de tí sólo retazos
de un corazón que falta y que pregunta,
apenas los indicios de esa muerte
que me dejó esta maldición desnuda,

nada más que una elipsis corrosiva
desarrollando su tristeza absurda
y tus brazos sin mí, casi dos cuencos
vacíos como el vientre de una tumbra.

En el alivio

No digo siempre porque el tiempo finge
formas durables, pero existe apenas;
porque diciendo siempre negaría
la medida y el peso de la ausencia.

Yo te doy un instante en el alivio,
un fragmento de rotas azucenas,
un minuto de piel desmoronándose,
una parte del llanto que me queda.

Pero no digo siempre porque el tiempo
deviene como un grito que no llega,
con urgencia de rayo contenido,
con voluntad y gesto de promesa.

Yo te doy esa luz determinada
que perfora los muros de la espera
y que luego concluye, sometida
al rigor sustancial de la prudencia.

El vértigo propicio

No debimos dejar que el tiempo caiga
desde la sal perpetua del olvido
como un irremediable desamparo
que ocultase la vida. No debimos.

Fue un error avenirnos al silencio,
permanecer al borde del sigilo
despertando a la sed cada mañana
sin soledad, sin patria, sin exilio.

A la espera prudente del espanto
nos quedamos, de un vértigo propicio,
sin dar jamás un golpe de distancia,
sin atrevernos a un dolor distinto.

Una sombra terrible nos ocupa
con su materia de ojos infinitos.
No debimos segar la espiga verde,
inútilmente verde. No debimos.

Con tu voz de callar

No tengo tiempo de encender la aurora;
debo hacer mi equipaje, poco y nada,
apenas tu perfil corazonado,
un día por nacer, algunas cartas,

mis lápices, tu gesto de horizonte,
ilusiones también, las necesarias.
Si estuvieras despierta, me dirías
que ha brotado una rosa en la ventana

y tendrías el llanto contenido
apenas más atrás de tu mirada.
No tengo tiempo de besar tu frente,
no tengo tiempo de fundar el alba.

Si pudieras hablarme desde el pecho,
si supieras romper cada mordaza,
con tu voz de callar que tanto amo
acaso me dirías... no te vayas.

Esta luna de rodillas

No fue sencillo desandar la ira
que fecundó, con su rabioso estambre,
la zarza de tu pecho otoñecido,
la hoguera irreversible de tu sangre.

No fue fácil hacerme al desamparo
de saber que me faltas, que las calles
no repiten tu paso de violeta
sobre la espalda ardiente de la tarde.

Ni siquiera fue simple la distancia.
La distancia fue un grito inexpugnable
deshilando tu nombre en las veletas,
en la mitad de mi región sin nadie.

Y aunque pude esta luna de rodillas
y este diezmo de secas soledades,
y aunque pude el adiós hace ya tanto,
no fue sencillo, créeme, olvidarte.

Poema urgente para tu ausencia

Afuera está la noche boquiabierta
encendida de astillas obstinadas,
tramando las urdimbres del misterio,
del amor, del pecado, de la magia.

Afuera, en las llanuras del verano,
la vertical del tiempo se derrama.
Y me voy, por las calles sin sonido,
con mi traje de luna sin solapas,

con el dolor expuesto, con tu ausencia
ciñendo las alturas de mi espalda,
y el desorden de enero en mis cabellos
y tus labios pariendo la distancia.

Procuro alguna muerte provisoria,
un sueño que te ocupe o que te traiga;
intento la fatiga, busco el nombre
que designa el espacio donde faltas.

Me aventuro por hondos laberintos
donde concluyen todas las palabras,
por abismos de sombras sin cabestros,
por esquinas tullidas y escarpadas.

A veces (sólo a veces), me demoro
sobre el asombro azul de las acacias
(casi todo es azul en esta hora
de perros a lo lejos, de acechanzas).

Pero luego regreso, y el mutismo,
como la cuerda de una lira intacta,
como el silbo de un pájaro que duerme,
como un soplo de furia sin garganta,

está sobre el mantel, en mis bolsillos,
y en el ojo angular de las ventanas,
y en el diario de ayer, y entre mis versos,
y enroscado en el cuello de mis lágrimas;

toma un lápiz y escribe la memoria
con su caligrafía descuidada;
se escurre piel adentro, hasta el espanto,
su ejército preciso de navajas.

Ya no quepo, siquiera, en el olvido,
ni en las regiones de mi amor sin nada,
ni en el sitio callado del que espera,
ni en la espera mordiente del que calla.

Afuera está la noche, ya lo ves,
alzando túmulos de añil y plata,
y dentro, ¡qué vorágine sin tregua!
¡qué llena de tu ausencia está la casa!

Como siempre

Y sin eternidad, seré el crepúsculo
que anunciará la luz cuando me vaya.
Habrá en tu pecho un corazón caído
y un velo gris sobre tu piel de malva.

Y sin eternidad, amor, ¿qué importa?
ninguna muerte quebrará mis alas.
Desde el rincón aquel de nuestro cuarto
nacerán, como siempre, mis palabras,

te cubriré con pétalos de aire,
te haré versos de espuma y de fragancia
y sin eternidad, diré tu nombre
y sin eternidad, cada mañana.

Si después

Ya no estaré en un día preservado
por los techos asépticos del aire;
ya no iré persiguiendo la mañana
ni alojaré palomas en la sangre.

¿Cuántos soles cautivos de mi ausencia
te abrasarán la pena de olvidarme?
¿Cuánto eclipse de tierra echará sombra
a esta muerte maldita de no amarte?

El canto esencial

Viví al amparo de tus ojos fijos
pero a la luz vital de tu memoria.
¡Cuánto te amé!, que ya no sé, en mi pecho,
si pulsa el corazón o si te nombra

Biobibliografía

Ariel Giacardi, Porteña, Córdoba, 1968. Reside en Santa Fe desde 1972. Ha publicado * Extranjero de la luz, * En torno de tu nombre, * No dejes que amanezca e * Historias de uno.